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IVÁN OROZCO El de la reforma de la justicia es, sin duda, dentro del importante paquete de proyectos legislativos que habrá de presentar al nuevo Congreso en los próximos días la Administración Santos, uno de los que más expectativas ha despertado. Acaso ello se deba, por lo menos en parte, a la enorme preocupación que había generado el largo enfrentamiento entre el Gobierno de Uribe y las Cortes en torno a asuntos como el proceso de la “parapolítica” y la elección del Fiscal General. A alimentar la preocupación pública en torno a la justicia han contribuido también las especulaciones sobre el rezago burocrático de la rama, de la misma manera que el escándalo sobre los cambios masivos de personal en la Fiscalía. No es pues casual que de cara a estadísticas inciertas, y hasta mitológicas, sobre la impunidad, los expertos continúen hablando de un colapso parcial del Estado colombiano por cuenta de la precariedad de su sistema judicial. Para prevenir la enorme frustración que podría resultar de un exceso en las expectativas sobre lo que se puede lograr en materia de paz pública y tranquilidad ciudadana mediante una reforma de la justicia no está de más reflexionar un poco sobre el papel de la justicia en una sociedad turbulenta como la nuestra. Para empezar, constatamos que se ha vuelto un lugar común afirmar que la falta de justicia es uno de los grandes responsables de la guerra y la violencia. En ello, irónicamente, coinciden la derecha uribista y sus contradictores en la izquierda humanitaria. Quienes abordan como académicos o como hacedores de políticas públicas el círculo de la relaciones huevo-gallina entre impunidad y violencia prefieren cada vez más ocuparse de la pregunta sobre cómo la impunidad genera violencia, antes que de la pregunta correlativa sobre cómo la violencia genera impunidad. Y es que lo primero les permite —con la tranquilidad de saber que piensan y actúan en el ámbito de lo políticamente correcto— permanecer en el terreno seguro de la ingeniería institucional. Lo segundo, en cambio, los lanza al mar proceloso de las preguntas —hoy tenidas por impertinentes— sobre la guerra intestina y las correlaciones de fuerzas entre las máquinas de guerra, viejas y nuevas, y el crimen organizado, de un lado, y del otro, de un Estado que a pesar de ocho años de seguridad democrática y de un incremento exponencial de sus capacidades militares y de policía, parece seguir flotando como un corcho en aguas picadas. Por supuesto que hay que hacer ambas cosas. Hay que reparar, fortalecer, aceitar y purificar el aparato de justicia, pero no hay que sobreestimar, por pereza de controvertir o por miopía institucionalista, la capacidad de fiscales y de jueces para enfrentar el asunto de la guerra y la violencia. Así las cosas, debemos empezar por recordar que el sistema penal es, sin duda, mejor para preservar la paz que para producirla. Y frente a lo que los criminólogos denominan la “cifra oscura de la criminalidad”, acaso debamos celebrar, con Popitz, el “efecto preventivo de la ignorancia”. Y es que el mito de la justicia se sostiene, en buena medida, gracias a que ignoramos cuál es el tamaño real de la impunidad que nos circunda. El punitivismo excesivo que hoy campea como bandera en el mundo de las luchas por los derechos de las víctimas no habrá de dejarnos sino frustraciones. Pero no se trata únicamente de aplicar una paleta más amplia y compleja de instrumentos de justicia transicional, trascendiendo el monotema del castigo. Para generar las condiciones que hagan viable el fortalecimiento y la operatividad de la justicia hay que reivindicar, después de años de estigmatización, la pregunta por la paz negociada. Hoy, cuando casi todos parecen coincidir en la creencia de que la justicia el gran presupuesto para la paz, no debemos tenerle miedo a preguntarnos de nuevo hasta dónde es la paz un presupuesto fundamental de la justicia. Por fortuna el nuevo Gobierno parece tener una actitud más reposada que el anterior en esta materia. ¿Comentarios? iorozco@uniandes.edu.co |
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