63
Marzo 11 de 2011
Boletín del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, dirigido a sus estudiantes, profesores y amigos

CAROLINA CEPEDA
Los acontecimientos de los últimos meses me han obligado a pensar más de la cuenta en el tema de las protestas sociales y la democracia y quiero aprovechar este espacio para exponer brevemente una situación que me inquieta. Pensar hoy en manifestaciones equivale a hablar sobre los levantamientos civiles en el norte de África que buscan democratizar sus sistemas políticos y, tal vez en un sentido más amplio y menos inmediato, sus sociedades. La reacción de buena parte de la población mundial frente a esta oleada norteafricana ha sido celebrar muy animadamente estos levantamientos, que se han interpretado como formas legítimas para exigir apertura democrática, expresar el descontento generalizado y buscar algún tipo de transformación política. Con optimismo, muchos celebramos también que el grueso de la población colombiana adhiriera a la tendencia mundial de apoyo y legitimación de las protestas como mecanismos apropiados para alcanzar la democracia en situaciones autoritarias. Pero la paradoja no tardó en aparecer. Bogotá amaneció bloqueada por los camioneros gracias a la intransigencia del gobierno nacional y el reconocimiento de la protesta como una vía legítima para exigir derechos y expresar descontentos quedó convertido en un privilegio de pueblos alejados de Colombia porque allá —nos imaginamos— no hay problemas de movilidad en las capitales. Lo mismo vale para la protesta de los lecheros de esta semana, que para muchos simplemente fue una cosa que ni idea, que sólo impidió que Transmilenio llegara hasta la estación de la aguas, que recién volvía a funcionar luego de los cierres por obras.

Al parecer una inmensa mayoría de los colombianos y, más específicamente, de los habitantes de Bogotá tienen una concepción muy restringida del derecho constitucional a la protesta y una sobrevaloración excesiva de la movilidad urbana. Aparentemente el derecho a la protesta debería terminar cuando éste se traduce en recorridos más lentos dentro de la ciudad o en incomodidades para acceder al servicio de Transmilenio, limitando en buena medida los alcances de la tan defendida democracia. No quiero negar con esto los problemas que se derivan por tener desplazamientos más lentos y por no tener transporte público en las vías principales, sobre todo en una ciudad caótica. Tampoco quiero equiparar levantamientos revolucionarios en contra de regímenes autoritarios con respuestas sectoriales frente a medidas gubernamentales desfavorables a esos grupos. Sólo quiero llamar la atención sobre un hecho innegable: en Colombia nunca nos preguntamos el por qué de las protestas. Simplemente nos limitamos a emitir quejas y a lanzar juicios descalificadores contra quienes ejercer un derecho propio de cualquier Estado que se hace llamar democrático y que sí reconocemos en pueblos alejados. ¿O es que acaso los indígenas deciden marchar hasta la Plaza de Bolívar simplemente como parte de una conspiración para hacernos llegar tarde a una cita después del almuerzo? ¿O a los estudiantes de la Universidad Nacional que participan en pedreas sólo les genera satisfacción entorpecer el tráfico por la carrera 30 o la calle 26?

Creo que todos los grupos que se movilizan y se manifiestan tienen algo que decir y tienen todo el derecho a ser escuchados, o por lo menos a manifestar su descontento, sea éste contra el gobierno nacional, los gremios económicos, los grupos armados, etc. El trancón y las dificultades con el transporte público no nos dan derecho a negarnos aquello que defendemos para otros porque, entre otras cosas, me imagino que los grandes cambios sociales nunca se han dado en medio de tráfico vehicular fluido y servicio completo y permanente de transporte público.

* Carolina Cepeda es estudiante del doctorado en Ciencia Política.

¿Comentarios?
yc.cepeda29@uniandes.edu.co



Facultad de Ciencias Sociales
Coordinación de proyectos virtuales | coorvi@uniandes.edu.co | © 2014